La globalización como meta-relato civilizatorio es una de las hipocresías que el Orden Mundial refina, permanentemente, y cuida con especial esmero, sin ella no se sostienen sus afanes expansivos, las fronteras abiertas al libre mercado, ni la tasa de ganancia neoliberal. El planeta amurallado y cooptado por la fortuna del uno por ciento de la población, gira sobre el eje imaginario de dueños invisibles y contiene la migración de los pobres, que pretenden instalarse en el vecindario. La migración es la hija bastarda de la era neoliberal-globalizadora.
En la aldea global dominada por occidente, la xenofobia no se disimula. La voracidad del dinero busca adueñarse del mundo real, de la imaginación y la esperanza de los pueblos, desde la cómoda distancia de los cotos de confort y, para ello, levanta “cordones sanitarios”.
La lógica del capital supone mantener fronteras abiertas al comercio, al saqueo de naciones y a la apropiación de los excedentes del trabajo ajeno, pero sin libre desplazamiento humano, esto es, asegurar un tipo de globalización selectiva, a partir de la cual las categorías (mundo global – sistema de libertades) antagonizan de facto.
En tanto, los pobres del “tercer mundo” huyen de la guerra provocada por intereses extranjeros; renuncian a sus hogares ancestrales empujados por la falta de agua y alimentos o por la desertificación que, exponencialmente, se agrava por la locomoción industrial de latitudes distantes y sobrevenida en cambio climático. Migran por motivos económicos tras la depauperación de sus condiciones de vida, en países bloqueados y asediados por políticas imperiales; o bien, se desplazan en búsqueda de mejores condiciones de vida tras padecer décadas de miseria, advenida de la explotación capitalista.
Quien decide abandonar su tierra natal, a menudo lo hace forzado por sus circunstancias. Son pocos quienes deponen su terruño por aventura o mero espíritu emprendedor. El movimiento migratorio del tercer mundo, otrora colonizado, se orienta preferentemente rumbo al norte desarrollado, atraído por la promesa del american way of life, quizás por la asimilación de una identidad postiza y el seudo-arraigo colonial que le brinda un idioma heredado.
El doble rasero de la inmoralidad
La doble moral de las economías dominantes y su afán por expandir la globalización neoliberal se expresa, de un lado, por la codicia, la maximización de la senda privatizadora, la plena movilidad del capital transnacional y el apalancamiento bursátil, que alimenta una economía artificial y especulativa, a fin de lograr que el fundamentalismo del libre mercado penetre la dermis de la economía real en regiones periféricas, donde obtienen despóticas ventajas que implican salarios minúsculos, imperceptibles impuestos, energía barata y exigencias medioambientales blandas.
De otra parte, se aplican agendas de control adaptadas a cada realidad: al medio oriente lo invade militarmente, destrozan ciudades, roban petróleo, arman fracciones fundamentalistas, exacerban tensiones y financian guerras pero, al mismo tiempo, al acorazar con alambradas de púas el este europeo, evitan que sus víctimas crucen las fronteras y huyan del terror infringido.
Utilizan los minerales de África para el desarrollo científico tecnológico industrial de los países del “primer mundo”, sus piedras preciosas y el oro para multiplicar fortunas, el trabajo esclavizado para centuplicar plusvalía, pero no invierten en combatir la desertificación y el hambre del continente, al tiempo que tratan como despojos y le dan “caza furtiva”, a quienes se lanzan precariamente a cruzar el mediterráneo.
Explotan recursos en Centroamérica bajo la lógica extractivista de materias primas y agricultura bananera, sin alentar inversiones ni desarrollo; propician guerras civiles, las trasnacionales acrecientan a su paso la miseria y levantan un muro al norte del río grande, encierran y esposan niños, hacen alarde de la deportación como dantesco instrumento de terrorismo de Estado.
Bloquean la economía de países no alineados a su lógica imperial y luego, utilizan el éxodo insuflado por razones económicas o humanitarias, como excusa para auspiciar una intervención militar con las riquezas de los recursos naturales en la mira.
Tiempo atrás, EEUU prometió bienestar artificial y dio cobijo a mano de obra barata para atender los trabajos poco atractivos (faenas del campo, limpieza doméstica, servicio militar, trata de blancas, jardinería, etc.); también en la post guerra, Europa fue testigo de una emigración que se topó con los brazos abiertos del pueblo latinoamericano. Resulta irónico saber que quienes ejercen el poder político en países donde cultivan y promueven el racismo xenofóbico, son descendientes de inmigrantes que padecieron, en sus territorios de procedencia, la discriminación en carne propia.
La única soberanía permitida, el mercado
Una nueva monarquía ha tomado el mando absoluto del mundo: La monarquía planetaria del mercado. El despótico gobierno global de las 40 mil corporaciones transnacionales, con sus 250 mil filiales que operan en el mundo, ha forzado la renuncia sistemática de los países periféricos a su derecho a controlar su economía en beneficio propio.
A ciencia cierta, quienes mayor beneficio han obtenido de los mercados abiertos ha sido el capital financiero, la banca y las empresas globales. La libre elección y determinación de los pueblos es un mito, las personas gozan de cierta pluralidad de libertades personales en la medida que asuman el rol de consumidores, en la esfera de la oferta y la demanda, habida cuenta de que la globalización neoliberal convierte en mercancía transable prácticamente todo: bienes, servicios y derechos sociales.
Por otra parte, las asimetrías ente las naciones desequilibran la proclama de libre intercambio y beneficio mutuo. El libre mercado es la mascarada para asegurarle actividades comerciales a las transnacionales y la globalización neoliberal, el proceso a través del cual se cementa la recomposición de la acumulación de capital a escala mundial, basada en la concentración de la riqueza. La globalización es un instrumento para el sometimiento de pueblos y naciones.
Mono-cultura impuesta
Estados sin identidades nacionales, vida social atada a antivalores del individualismo; el salvaje carácter de la globalización anula, poco a poco, la composición cultural y arraigo patrimonial de los estados nacionales más vulnerables.
La mono-cultura universal de la mercantilización humana despersonaliza, domestica y cosifica al individuo, al homogeneizar hábitos y creencias, afianzar la dependencia adictiva por la tecnología que, a su vez, condiciona la enajenación al punto, de extirpar la autonomía personal y difuminar el juicio crítico. La transculturización se ha vuelto el estilo de vida y modelo de consumo “voluntariamente aceptados” por las masas.
La hipocresía funciona sino se arriesga el interés económico
Había que asimilar la globalización como una suerte de fenómeno natural, inexorable, que acabaría por impactar todos los órdenes de la sociedad. Contravenir sus dictámenes del libre flujo del capital financiero y las fuerzas del mercado, supondría volver a la era de las cavernas estatista, populista y proteccionista. Todo ello funciona correctamente mientras no se toque la caja registradora de la rentabilidad corporativa, caso contrario se pone pausa a la doctrina y se inicia un ciclo de regulaciones gubernamentales, la ortodoxia neoliberal permite, de vez en cuando, la “hora loca” para que el festín continúe.
Quienes crearon el mito-recetario respecto a que la globalización era la única vía para alcanzar y sostener el desarrollo, siempre que se asegurara la desregularización de los mercados y la eliminación de todo tipo de barreras comerciales internacionales, ahora se percatan que escupieron hacia arriba y recogen sus velas. Solo basta mencionar el retorno de las políticas proteccionistas (banca, industria automotriz y metalúrgica, por tan solo citar algunos ejemplos) adoptadas por las dos últimas administraciones de EEUU, la denuncia de la Organización Mundial de Comercio (OMC), la guerra comercial abierta con China y los ataques solapados a la Unión Europea que, recientemente, desarrolla el gobierno Trump, para desnudar la hipocresía de las conveniencias que emplean los poderes dominantes.
A propósito de la OMC, exhibida como la institución supranacional, panacea de la globalización, ergo, “organismo democrático y transparente”, queda claro que su objetivo primordial es cuidar los intereses de las multinacionales y desintegrar las normativas nacionales que limitan su expansión.
Se vendió la idea de que a mayor globalización habría más empleo. Pero en realidad ha significado máxima precariedad remunerativa y de las condiciones laborales, a merced de la maquila instalada en los países subdesarrollados. De allí que la OMC voltea la mirada en lo atinente al trabajo infantil y las garantías de los derechos laborales.
La ficción fue creada, la sociedad planetaria se organizaría en torno a un nuevo orden mundial que propugna la interconexión y la modernidad, las luchas de poder y los antagonismos sociales se ocultaron. Era el nuevo orden global del “camino a la servidumbre”, a decir de Von Hayek, quien amortiguaría la pugnacidad social planetaria, puesto que una mayor integración en la economía global, sería buena para los países pobres.
No obstante, la globalización ha fundado mayores desigualdades, basta mencionar el dato de la ampliación de la brecha de desigualdad entre países ricos y pobres: al menos 80 países (poco más del 40% del total de naciones), tras haberse abierto e integrado a la economía global, poseen menos renta per cápita que las dos décadas previas a su giro neoliberal.
Por una agenda afirmativa para la globalización
Ciertamente no se puede detener el movimiento de rotación de la tierra ni la globalización[1], pero si se pueden mejorar las condiciones inherentes a su metabolismo. Tampoco se puede detener el movimiento de las mareas ni el de las personas que escapan de las secuelas que ha dejado, a su paso, la ola globalizadora. De nuevo: la migración es la hija bastarda de la era neoliberal-globalizadora.
La globalización es un hecho real cuya pertinencia civilizatoria es innegable, siempre que sus logros sean enfocados a contribuir con el desarrollo humano, al intercambio democrático de la población del planeta y no, con la imposición de un único patrón cultural a escala mundial y un sistema de dominación económico, basado en la explotación y especulación.
Hacer del mundo una aldea universal pasa por compensar la conciencia universal y el sistema de percepciones en buenas prácticas, y orientar la acción en torno a fines transcendentes como la cultura de la paz, los derechos ambientales, la solidaridad activa, etcétera; así como también implantar políticas públicas internacionales para la migración y los migrantes, basadas en el respecto a la dignidad de las personas y su derecho al buen vivir.
¿Globalización sin migración?: dadles poder a los pobres. Esto es, detener la expoliación y saqueo de las riquezas de las naciones periféricas, ayudar en mejorar sus condiciones de vida, dejar de excitar guerras tribales, formación de facciones fundamentalistas, invasiones militares. Poner al servicio de la gente y su hábitat, el conocimiento y los recursos disponibles en el primer mundo, etcétera.
Convertir el compartir en sinónimo de globalizar y, tras ello, democratizar el acceso y uso de la tecnología, la investigación y el conocimiento, como vía sensata por el que ha de transitar la superhumanidad del mañana.
[1] En alusión al comentario de Renato Ruggiero, exdirector general de la OMC.
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