Pasadme el tenedor, dadme el cuchillo,
arrimadme aquel vaso de casquillo
y echadme un trago en él de vino claro,
que como un Pantagruel del Guarataro
voy a comerme el alma de Caracas,
encarnada esta vez en dos hallacas.
¡Ah, de solo mirarlas por encima
hasta un muerto se anima!
Regordetas, hinchonas, rozagantes,
dijérase al mirarlas tan brillantes
que para realzarles la vitola
las hubieran limpiado con Shinola;
a lo que agregaremos el hechizo
de un olor más sabroso que el carrizo.
Pero desenvolvamos la primera,
que ya mi pobre espíritu no espera.
Con destreza exquisita
corto en primer lugar la cabuyita
y con la exquisitez de quien despoja
de su manto a una virgen pliegue a pliegue,
levantándole voy hoja tras hoja,
cuidando de que nada se le pegue.
Hasta, que, al fin, desnuda y sonrosada,
surge como una rosa deshojada,
relleno el corazón de tocineta
y de restos avícolas repleta,
mientras por sus arterias corre un guiso
que levanta a un difundo, vulgo occiso.
Pero ¿cómo olvidar las aceitunas
que, no obstante, sus pepas importunas
(las que algunos escupen en el piso),
le dan sazón al guiso?
¿Y la almendra, señores, y la pasa?
¿Y la tela finísima de masa
que de envoltura sírvele al relleno
y cuando cruda es un veneno?
¡Oh divinas hallacas,
aunque os tenga más de uno por dañinas,
yo os quiero porque habláis de una Caracas
de la que ya no quedan ni las ruinas!
Ilustración de Épale Ccs
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