Al llegar a la cuesta, el asno apresuró la marcha. María buscó acomodo en la montura y miró hacia el hombre. El polvo y el sudor pintaban duros rasgos en el rostro de José. La barba ensortijada parecía ahora un atado de hierbas resecas. María bostezó y el ruido leve al aspirar hizo que el hombre la mirase.
– ¿Cansada?
– No.
– ¿Sueño, entonces?
– No. No siento sueño.
El hombre cambió de una a otra mano el rugoso bordón. El asno había terminado de subir y ya en la meseta condicionó el trotecillo al hilo del camino.
– Sí -murmuro el hombre-. Debes estar cansada. Hemos dejado atrás un pueblo y tres aldeas. También un rio. María comentó:
– Suerte tuvimos en encontrar el río. Estaba sedienta. También tú. Y este -palmoteó sobre el lomo del asno – este no hubiera resistido mi carga, así como estaba… ¿Observaste cuánta agua bebió? Bueno, ahora es noche y el aire es fresco. Esta mañana casi me ahogo con tanto polvo y tanto sol.
– El pueblo no está lejos.
En los ojos de María hubo un parpadear de inquietud:
– ¿Encontraremos posada? En el otro pueblo y en las aldeas por donde pasamos, no encontramos.
José no respondió. Registró el interior de una bolsa de fibras y sacó un trozo de pan. Mordió un pedazo. Miró a María -blanda de luna, húmeda de frio. Ella sintió el masticar del hombre y preguntó, sin mirarle:
– ¿Qué comes? Parece que comieras hojas secas, o cortezas de árboles, ¿qué comes, José?
– Estoy comiendo pan. ¿Recuerdas, cuando salimos, al hombre que cargaba la ovejita?
– ¿La ovejita con la pata quebrada?
– Sí. Ese. El mismo que me dijo: «¡Que bonita correa, señor!. ¿La cortó usted?».
– Ah…
– Comprendí que sería feliz llevándosela y se la di. Al despedirnos, él me dijo: «¿Quiere una de mis ovejas?».
Pero no podíamos llevar también una oveja con nosotros al lugar donde vamos, y le respondí: «Mucho le agradezco, señor, su ofrecimiento, pero he aquí a María, mi mujer, que pronto tendrá un hijo, y piénsela cuidando a un tiempo a su niño y al asno y a la oveja». Y el sin desmayar en su empeño por retribuirme el regalo, respondió: «Entonces les daré un pedazo de queso y un pan». Queso de oveja y pan de pastor, ¿quieres?
En ese instante el asno tropezó un pedrusco y María estuvo a punto de caer. José alzo el bordón para castigar al animal, pero María -plumón de brisa, rama de rocío- le había mirado y el hombre apagó su ira y solo fustigó con palabras:
– ¡Vamos, burrito, vamos!
Adelante, bajo la claridad lunar, emergían las primeras casuchas del pueblo.
Y por todas las callejas deambuló José en busca de albergue.
Y en todos los sitios le negaron posada. Y sucedió que en la casa del viejo Tobías, había festejos por la boda de su hija. Y cuando llegó José y suplicó cobijo, el viejo se enterneció y ofreció a los forasteros la parte trasera de la casa. Y era aquel lugar donde amontonaban los toneles inútiles, las sillas rotas y el pienso de las bestias. Y en el pesebre nació el niño. Y el niño se llamó Jesús.
Era ya neblina de madrugada cuando uno de los invitados salió al patio y oyó el llanto del niño. Y llevó la nueva a los que festejaban.
Y todos desfilaron ante el niño. Y todos preguntaban su nombre. Y hubo una mujer que obsequió a María con un racimo de uvas y otra que trajo carne de cabra asada para José. Y cuando todos regresaron a la fiesta y María quiso dormir, llegaron tres hombres: rubio uno; moreno el otro; y negro el tercero.
Y dijo el negro:
– Toma, para tu niño.
Y dio a María un pomo de ungüentos olorosos.
Y dijo el moreno:
– Toma, para tu niño.
Y dio a María un pájaro de siete colores.
Y entonces el blanco llamó aparte a José y le dijo:
– Tú vienes de un pueblo lejano. Yo voy hacia un pueblo lejano.
Tú no posees ni una mísera pieza de plata para dar lecho limpio a tu mujer. Yo te daré oro.
– ¿Oro? – balbuceó José -. ¿Me darás oro?
– Sí. Te daré oro reluciente. Oro que nunca has tocado con tus manos.
José miraba al blanco – los ojos de añil, el cabello amarillo, el pecho de gladiador -.
– ¿En verdad me darás oro? – preguntó de nuevo -.
– Ya lo has oído.
Jesús, el niño, lloraba junto a la lumbre del amanecer.
El hombre blanco sonreía en la bruma. José preguntó, una vez más:
– Y… ¿a cambio de que me darás tu oro?
La sonrisa del blanco llenaba toda su faz.
– He dicho que voy hacia un pueblo lejano. He caminado durante días. Mis pies ya no resisten. Yo te doy mi oro y tú me das tu asno…
En los brazos de María goteaba el llanto del niño. «Es el frio del amanecer» – pensó José. El hombre blanco se impacientaba. José miró a María – gacela de ámbar, tamborín de miel – y dijo de repente:
– Trato hecho.
– Toma tu oro.
La pieza brillaba en sus manos como un pequeño sol. Y en una de sus caras había un ave con el cuello torcido. Y José observó: «Es un ave de presa».
El blanco montó sobre el asno y los otros le siguieron.
Sobre el pesebre correteaba el alba.
Una semana después, José Calcurian y María Cumare llegaron a Cabimas. Y era Cabimas lugar donde reuníanse mercaderes de extrañas latitudes. Y uno de ellos, un sirio jorobado, trocó el dólar de oro por monedas de plata. Y, en las manos de José y de María, eran las piezas como pequeñas lunas, donde un potrillo blanco corría sin descansar.
Y entraron en la tienda de un liencero árabe y compraron a Jesús un venado de estambre y cuatro camisitas de seda artificial.
Oscar Guaramato
Tomado de “Cuentos en tono menor” del mismo autor.
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