Muy a menudo los padres se jactan de que sus hijos “se fijan en todo”. Deben saber, también, que las impresiones en lo niños, además de ser muy vivas, son muy profundas y duraderas.
Esto acarrea una grave responsabilidad para los adultos, por lo que hagan o digan en presencia de los niños. Sin llegar hasta las exageraciones del freudismo, no comprobables experimentalmente, podemos afirmar que a veces una impresión recibida durante la infancia puede repercutir más tarde en todo el desarrollo del adolescente y ser decisiva en la suerte de su vida espiritual.
No bastaría todo un volumen para llegar hasta el fondo del tema, y por eso me limitaré a lo más corriente y superficial, que es también la imprudencia más fácil de corregir entre las que cometen los padres en presencia de los niños: quiero referirme a esos juicios precipitados sobre el carácter de sus hijos, que suelen repetir con tanta frecuencia ante ellos mismos.
“Este chico es un cobarde”, o bien, “este niño es muy voluntarioso”, “es incorregible”, “es muy torpe”, etc., son apreciaciones que muy a menudo oímos pronunciar, sin el menor recato, ante la propia víctima de ese dogmatismo paternal.
Y el niño, que, así como abre sus ojos ávidos sobre el mundo, también empieza a descubrirse a sí mismo, recibe aquellas primeras indicaciones sobre su carácter, multiplicadas en su eficacia y por la costumbre de ver en éste un ser infinitamente superior y de una autoridad indiscutible.
Claro está que en la mayor parte de los casos, aquellos juicios no tienen otro fundamento que en cualquier acontecimiento baladí; pero el padre, frívolo y cruel sin quererlo ni saberlo, repetirá después centenares de veces en el transcurso de algunos años, la misma sentencia humillante: “este niño se asusta de todo”, o bien, “es muy negligente”, “nadie lo puede dominar”, “yo no sé de quién habrá heredado esas cosas”, etc., etc.
Llega a ser como una siembra de frías y pálidas cenizas que se amontonan sobre el alma infantil; cenizas que consagran la esterilidad y la amargura; cenizas que también llevan, a veces, esas brazas de despecho, de cólera y de envidia, que arden más tarde en las almas de los resentidos y de los inadaptados sociales.
¡Cuánto mal causado por un juicio superficial y por la necia imprudencia de no callarlo en presencia del niño! ¡Cuánto mal causado así, por padres, madres y maestros, únicamente por ignorancia y por precipitación!
No exagero. Desde luego, la posibilidad de convertir un niño normal o de inclinaciones levemente defectuosas, en un adolescente díscolo, cobarde o torpe, tiene que ser admitida, pues, si le negásemos influencia a esta sugestión reiterada del juicio paternal, tendríamos que negársela a casi todos los esfuerzos educativos que no sean materiales u coercitivos. Bien podemos decir que es una educación a rebours (cuenta atrás).
Es muy fácil, por otra parte, explicarse esa influencia, que quiero subrayar como decisiva y trascendental. La psicología reconoce como uno de los elementos que contribuyen a la formación del carácter lo que se ha llamado “la imitación de sí mismo”, o sea, la adaptación constante que hace todo individuo de su manera de pensar, sentir y actuar, a una forma de carácter que él cree poseer o que aspira adquirir.
Todos sentimos en nuestras horas de crisis ese esfuerzo que hacemos para encontrarnos a nosotros mismos, por ser fieles a nuestro pasado y a nuestra personalidad; y la satisfacción que nos produce obrar según nuestro carácter; y el desconcierto y la violencia que sufrimos cuando nuestros actos eluden o contrarían esa imitación de nosotros mismos que deseamos siempre realizar.
Por desgracia, esa afirmación del carácter no se realiza solamente cuando poseemos virtudes que la justificarían; con la misma fuerza llega el hombre a afirmarse en sus defectos y errores cuando ya han arraigado íntimamente en su personalidad; y sin duda, se debe a esto la frecuencia con que los criminales empedernidos se jactan de sus delitos y rechazan la posibilidad del arrepentimiento y de la enmienda: no tienen renegar de sí mismos.
La idea de que el niño se hace de su carácter – idea que es, sobre todo, sentimiento y acción naciente – tiene, pues, que ser decisiva sobre su futuro, porque adquiere la plasticidad de un modelo constantemente levantado ante sí, y porque entre sus ideas fragmentarias sobre el mundo y sobre sí mismo, esa imagen de su carácter puede llegar a ser la única norma lúcida y fija para la orientación de su actividad.
He dicho afirmación de la personalidad y creo que esa es la explicación que emplea D. Jacinto Benavente en una hermosísima comedia donde estudia esa tragedia del alma infantil deformada prematuramente por el error de los padres.
La explicación de Benavente empalma sin dificultad con la que se basa en la influencia de la “imitación de sí mismo”.
El niño tiende a afirmar su personalidad y lo hará, imitándose a sí mismo, en el sentido que se le señala.
Quizá llegue a sentir una amarga jactancia de ser indomable, torpe o negligente. En todo caso, es el único camino que se le ha indicado…
Le han hecho creer que “ése” es “él”; y toda la credulidad y todo el ardor de los años juveniles se le consumirán en ése desajuste diabólico de arrastrar consigo un “otro yo” que se le esquiva, lo deforma y no lo abandona.
Quizá una lucha que dure toda su vida no bastará ya a separarlo de esa falsa personalidad alucinante. Y así como bajo la luz cenital del mediodía muestra sombra es se incorporará a nosotros mismos, quizá para ese niño su madurez de hombre, no será la madurez y sí mismo, sino la de esa mala sombra, que le amarraron a los pies desde sus primeros pasos por la vida.
No sé si en otros países será tan frecuente como en Venezuela esa insensata sevicia moral contra los niños. Entre nosotros, cuando a los victimarios no son el padre, la madre o el maestro, el caso es más odioso aún; es la abuela o un tío, que, por declarada preferencia hacia uno de los niños, se complace en deprimir a los otros.
Por otra parte, hasta los juicios que quisieran ser elogiosos, casi siempre son, por igual, incomprensivos y funestos. Así se dice que un niño “tiene mucho carácter” para disculpar voluntariedades y arrebatos; que es “muy vivo” cuando quieren alabarle pequeñas truhanerías, etc., etc.
Pero insistiendo de nuevo en las apreciaciones deprimentes, y ya que he hablado de Venezuela en particular, no resisto a la necesidad de recordar cuánto empeño se ha puesto en deprimir el carácter nacional con juicios sobre nuestro pueblo tan superficiales y tan duros como los que se aplican a los niños.
Al hablar del pueblo venezolano no me refiero solamente a nuestras clases humildes, sino a todo el país; y nuestro pueblo también es un pueblo niño, a lo menos en este sentido de que no conoce todavía su propio carácter.
Los sembradores de cenizas le vienen repitiendo, desde hace un siglo, que es anárquico, que es indolente, que es corrompido, que merece todas las desdichas.
¡Qué hermoso libro sería, por el contrario, el que justificara este título: “Lo afirmativo venezolano”! ¡Y cuántas verdades, no descubiertas podrían exaltarse en él!
Nuestros errores políticos, consecuencia en gran parte de la gloria que conquistamos durante la epopeya; las enfermedades que nos azotan; el desamparo material de nuestra escasa y dispersa población; la hostilidad del medio geográfico; los infortunios históricos fortuitos y los crímenes que hemos sufrido como todas las otras naciones; nada de eso se ha tomado en cuenta para desatar lo que, a pesar de eso, conservamos de vicisitudes y de perseverancia.
El empeño de humillarnos y ofendernos se ha convertido en un alarde de buen tono; es un signo de distinción y permite levantar cátedra magistral; aceptamos ingenuamente que eñ venezolano que reniega de los venezolanos está por encima de todos, como un paradigma de capacidad y de honradez.
Más grave aún: compatriotas sinceros, capaces, e indudablemente patriotas, se han dejado contagiar por el hábito funesto. Y no admiten siquiera que, así como ellos mismos son un mentís a esa concepción pesimista del carácter nacional, falta quizá por descubrir centenares y millares de iguales venezolanos, que -aun cuando desconfiásemos de todos los otros- podrían servir como un núcleo renovador de influencia incalculable.
Porque lo capital es eso: si son tan numerosos los que se toman el derecho de juzgarnos, ¿por qué no encontrar siquiera un pequeño grupo que reasuma la representación del espíritu nacional y que quiera ser para él padre y maestro, sin anticipar juicios?
¿No es lógico acaso que el que es superior, en lo intelectual o moral, cumpla, con respecto a los suyos, una obligación de guía antes que un derecho de juez?
Venezuela es quizá el único país del mundo donde no se oye, desde hace muchos años, una sola palabra de consciente y entusiasta nacionalismo. Ni siquiera se la ha utilizado como instrumento de propaganda política, y eso nos demuestra hasta qué punto se le ha arrancado del alma popular.
En la mayor parte de las naciones europeas, sólo se escuchan afirmaciones combativas, y casi todas insensatas; con mucho más acierto y elevación algunos países de América sueñan con ser el hogar de la Humanidad futura y lo proclaman; pero en Venezuela sólo seguimos oyendo las voces del ultraje y del desaliento; y es una demostración de superioridad contemplar el propio país con los ojos escépticos y despreciativos del turista.
Sí; que otros busquen explicaciones que por ser más pedantes parezcan más científicas. Yo quiero señalar esa característica psicológica: Venezuela es un pueblo niño, deprimido por los que debieron ser, para él, padres y maestros.
Y en nombre de los niños y en nombre de la Patria, quiero reclamar: ¡guárdense padres y maestros de semejante crimen! Juicios tan precipitados y tan frívolos son una verdadera necedad; pero repetirlos ante los que han de sufrirlos es, además, desatar un mal de consecuencias incalculables.
Infancia de nuestros hijos; infancia de la Patria, que tiene hoy la esperanza de comenzar una vida nueva: ¡campo cerrado y sagrado! ¡Que nadie se atreva a ser en él un sembrador de cenizas!
Mijares, Augusto en “Hombres e ideas de América”. Academia Nacional de la Historia. Págs. 169-174, Caracas, 1940.