Si el planeta no es de todos, se rompe la confianza y no será posible la convivencia fundante de los largos plazos para la civilización. El clima sociocultural que experimentan los colectivos humanos alimentado por el recelo entre individuos, fracciones y élites, organiza la división del mundo, al tiempo que escribe una nota de advertencia a pie de página respecto del quiebre de los estándares básicos en la imprescindible relación amigable entre iguales y prójimos.
Una muestra de ello ha sucedido recién. El Covid 19 vino a demostrar como la especie sapiens no tiene puesto el ojo en las prioridades esenciales de la humanidad, y que preconiza un modelo socioeconómico errático que puede evidenciarse, por ejemplo, al observar las respuestas aisladas de cada nación, y la fragilidad de los organismos supranacionales como la OMS, el FMI, la Unión Europea y la propia Naciones Unidas, lo que viene a comprobar la crisis de legitimidad y disfuncionalidad de la arquitectura institucional mundial.
Tras el Coronavirus devendrá una recesión económica planetaria arrastrada por la pérdida de valor de los instrumentos financieros, lo cual deja ver como las prelaciones no están puestas donde debe ser, esto es, en la esfera de la economía real orientada a la satisfacción de necesidades y servicios básicos, como, por ejemplo, la sanidad pública. Precisamente, el adolecer de instituciones de salud vigorosas y además articuladas a escala regional, forzó el cierre de fronteras y el confinamiento social, que a la vez expone el meta-relato de la a-solidaridad entre naciones y ciudadanía, reafirmándose la máxima del ‘sálvese quien pueda’ del individualismo y egoísmo social.
Así mismo, la merma en el abastecimiento de alimentos brinda un recordatorio de que los esquemas productivos demandan planificación pública, más allá del amparo mercantilista y la lógica de la rentabilidad del “negocio” primario y agroindustrial; por su parte, la vulnerabilidad biológica de la familia humana en tiempos de modernidad patentiza el errático enfoque de la industria médica-farmacológica, con primacía de los fines privados antes que la preservación de la existencia del género homínida.
Igualmente ha quedado demostrada la poca preparación para enfrentar pandemias con la devenida crisis de los sistemas hospitalarios, con la carestía de equipos médicos e insumos para la población. En definitiva, la nota común en la actual circunstancia es la improvisación, a pesar de la notoriedad y esmero con que la inmensa mayoría de países ha procurado mejor atender al drama asistencial.
Tal improvisación no es del todo responsabilidad de los gobiernos, sino fundamentalmente del enfoque cultural imperante y del paradigma civilizatorio. La sociedad humana no piensa en términos de especie, es decir, no evalúa ni organiza las respuestas que habrá que acometer ante las amenazas globales que ponen en riesgo la vida en la tierra, o lo que es igual: la idea de proyecto humano no existe.
Las lecciones del Covid 19 son claras. La atención de los asuntos principales como la sanidad, el abastecimiento y el clima, deben constituir la agenda mínima de los decisores, al tiempo que los asuntos comerciales y los intereses económicos precisan subordinarse a lo genuinamente estratégico.
Pensar en términos de civilización y fijar el horizonte en la supervivencia, supone la toma de conciencia de parte de los llamados a situarse en la primera línea de planificación, organización y atención de los temas primordiales para los intereses de la raza humana. También demanda movilización de parte de los colectivos sociales, partidos y grupos de base, quienes han de constituirse en masa crítica que fuerce los cambios y el viraje societal en el recorrido evolutivo.
Pensar la existencia, supervivencia y trascendencia del conjunto homini significa refundar el concepto de mundialización. El primer componente que debe promover la globalización es la solidaridad entre pueblos, y la robustez de un sistema mundial que asegure la efectividad de la vida de todas las especies que integran la biósfera terrestre.
El modelo de globalización imperante es una de las hipocresías que el Orden Mundial refina permanentemente y cuida con especial esmero, sin ella, no se sostienen los afanes expansivos de las élites, ni el libre mercado, ni la tasa de ganancia neoliberal. Nada más distante de las funciones cruciales que debe plantearse la aldea global.
El planeta yace amurallado y gira sobre el eje imaginario de sus dueños, quienes fortifican sus barreras fronterizas y se atrincherarse en sus cotos de caza. Las líneas divisorias entre países se trazan con segmentos continuos para asegurar un tipo de globalización selectiva que logre contener la migración de los pobres que huyen del hambre y las guerras, y pretenden instalarse en los vecindarios del norte desarrollado.
¿Para qué una mundialización que desune antes que acercar prácticas redundantes en bienestar colectivo, que fragmenta antes de integrar lo afirmativo de cada nación y cada pueblo en un tapiz de ganancias compartidas, que preconiza la doctrina de los prejuicios raciales, las asimetrías en la aplicación del derecho público internacional, que no repara por el beneficio de todos?
Refundar el concepto de globalización para ajustar el foco de los intereses colectivos, pasa por saber reconocer las enseñanzas que deja el Covid 19. Y en entre otras, la principal lección por aprender es la humildad. Al asumirse la especie como minúscula parte integrante del universo, susceptible de desaparecer en cualquier esquina por donde transite, a manos de innumerables emboscadas y acechanzas en ciernes.
Pero dada la arrogancia de creerse especie superior, dado el encapsulamiento de la sociedad de consumo frenético con su modo de vida inviable, y la prepotencia de sus líderes obnubilados por los juegos del poder, los balances y modificaciones sustantivas que ha adoptar tras una calamidad como el Coronavirus, distan de producirse. Los músculos insensibles del individualismo aún no reaccionan a los apremios que comportan los peligros reales, menos a los estímulos del padecimiento ajeno.
Hay que resistirse a suponer como cierta, la idea según la cual, solo por medio del dolor intenso vertido en primera persona, los individuos y las sociedades reaccionan. ¿Acaso las enseñanzas de las guerras mundiales con sus profundas heridas no fueron suficientes? Promover la reflexión y el balance mundial post Covid 19 es tanto una demanda histórica como un imperativo existencial.
Dicho balance puede desde ya apuntar la conciencia observada, así como la solidaridad manifiestas en el plano de la convivencia entre muchas personas; también en lo atinente a la reflexión que despertó en la ciudadanía la valorización de la vida, la reflexión sobre la importancia del encuentro y el intercambio social, sobre el poco valor real del dinero y el alto valor de la familia y la amistad, sobre cómo la existencia humana para algunos es considerada mercancía desechable una vez completado (en el caso de los ancianos) el ciclo productivo.
También la reflexión sobre la esencia humana que convoca a auxiliar a los más vulnerables, sobre la fragilidad de la vida y la salud, sobre la necesidad e importancia de todas las profesiones y oficios (cajeros, camioneros, colectores de basura, agricultores, médicos, enfermeros, etcétera), sobre como el estilo de vida puede cambiar de un momento a otro, en este caso por la pandemia, pero puede ser por cualquier otro hecho sobrevenido, una guerra, una catástrofe natural, el calentamiento global, o un acontecimiento estelar.
Y como reflexión final, en el caso del Coronavirus, aún cuando no sea del todo cierto que “mientras el hombre toce, la tierra respira”, es decir que el impacto en la recuperación medioambiental durante los meses del brote pandémico vaya a ser significativo, al menos se tubo la ocasión de observar los contrates entre una biósfera sin polución y el ambiente contaminado al que infelizmente la inmensa mayoría está acostumbrándose.
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