Entre las leyendas indígenas de Los Andes venezolanos destaca la del Cacique Murachí y la india Tibisay, una historia de amor en medio de la resistencia contra la colonización. Se basa en hechos que se aseguran históricos, como la existencia del aguerrido Murachí, quien dio su vida enfrentando a los extranjeros que amenazaban a su gente.
La historia refleja no solo el inmenso amor entre sus protagonistas, sino además el de nuestros pueblos ancestrales por su tierra, su historia y tradiciones, y la fiereza con las que enfrentaron al extranjero invasor, negándose a ser esclavizados.
“Corre veloz el viento; corre veloz el agua; corre veloz la piedra que cae de la montaña.
Corred guerreros; volad en contra del enemigo; corred veloces como el viento, como el agua, como la piedra que cae de la montaña.
Fuerte es el árbol que resiste al viento; fuerte es la roca que resiste al río, fuerte es la nieve de nuestros páramos que resiste al sol.
Pelead guerreros, pelead, valientes, mostraos fuertes, como los árboles, como las rocas, como las nieves de la montaña.
Este es el canto de los guerreros del Mucujún”.
Un relato de Tulio Febres Cordero publicado por la revista El Cojo Ilustrado en 1898, da cuenta de esta leyenda y de cómo la hermosa voz de la india Tibisay, inspiró fuerza a su gente y a su amado Murachí para enfrentar a los “terribles hijos de Zuhé”.
Hoy en día, la toponimia detrás de la geografía de esta hermosa región de Venezuela da fe de la existencia de estos antiguos pobladores, cuyo legado aún vive en los elementos de la Sierra Nevada.
Murachí y Tibisay
Contada por el pueblo, desde tiempos ancestrales, dice la leyenda que el Cacique Murachí, primer caudillo de la Sierras Nevada, era el más ágil y valeroso de los indios de su tribu. Su brazo era el más fuerte, su flecha la más certera y su plumaje el más vistoso. Cuando el líder indígena tocaba el caracol en lo alto del cerro, sus compañeros empuñaban las armas y le seguían, dando gritos salvajes, seguros de la victoria.
De su amada Tibisay, Princesa de los indios de la Sierra, cuentan que era el lirio más hermoso de las vegas del Mucujún. Era esbelta como la flexible caña del maíz, de tez trigueña, cabellera abundante, grandes y melancólicos ojos. Vestía excelentes lienzos, el plumaje del ave más exótica de la montaña y el oro más fino.
Tibisay conocía como nadie los cantos guerreros y las alabanzas al Dios Ches. En las celebraciones, fiestas y danzas todos oían su voz en silencio. Una voz dulce y cadenciosa, o arrebatada y vehemente, exaltada por la pasión salvaje.
Comarca en armas
Según la historia, fue el propio Dios Ches quien avisó a los indios de la llegada del invasor. La comarca entró en armas: los hombres prepararon sus macanas y flechas emponzoñadas, estaban listos para la lucha.
Dijo entonces el Cacique Murachí a su amada: “¡Huye, huye, Tibisay!, nosotros vamos a combatir. Los terribles hijos de Zuhe han aparecido ya sobre aquellos animales espantosos, más ligeros que la flecha: mañana será invadido nuestro suelo y arrasadas nuestras siembras. ¡Huye, huye, Tibisay! nosotros vamos a combatir; pero antes ven mi amada y danza al son de los instrumentos, reanima nuestro valor con la melodía de tus cantos y el recuerdo de nuestras hazañas”.
Así inició Tibisay su triste danza de despedida en el ocaso. Con la magia de su voz entonó el canto de los guerreros del Mucujún. En medio de la noche se despedieron el Cacique Murachí y su amor. Solo iluminados por las estrellas y las irradiaciones intermitentes del lejano catatumbo.
“¡Tibisay! nuestras bodas serán mi premio si vuelvo triunfante; pero si me matan, huye Tibisay, ocúltate en el monte, que no fije en ti sus miradas el extranjero, porque serias su esclava”. Las palabras del aguerrido Cacique reflejaban la negativa de un pueblo a ser sometido por el invasor imperialista.
Bajo el dominio de España
Cuando los picos de la Sierra Nevada fueron tocados por la primera luz del alba, se escuchó el “grave y monótono el caracol salvaje por el fondo de los barrancos. Organizados en escuadrones los indios estaban listos para el combate”.
Al escuchar la voz del cacique, los guerreros avanzaron desbordados con sus gritos de guerra, llenando el aire con una lluvia de flechas. A la cabeza, iba Murachí empuñando en alto su macana.
Una súbita detonación detiene a los indios. “Sólo el bravo Murachí ve de cerca aquellos animales espantosos que ayudaban a sus enemigos en la batalla, pero también sólo él ha quedado tendido en el campo, muerto bajo el casco de los caballos. El clarín castellano tocó victoria y la tierra toda quedó bajo el dominio del Rey de España”.
Cerca de las márgenes del río, en un sitio alejado, sepultaron al Cacique Murachí, con sus armas, alhajas y unas olorosas ramas que Tibisay cortó para la tumba de su amado.
La voz de la hechicera
Después de la ceremonia, Tibisay vivió en su choza sola, con su dolor. A partir de ese momento, sus cantos fueron tristes como los de una alondra herida. Solo ella vivía libre en las profundidades de aquellos valles, y se convirtió en un misterioso mito que atraía a los españoles.
Aunque ningún conquistador la había visto, nadie ponía en duda su existencia. Encantaba con su voz, “eco de una música triste que hería en la mitad del alma y hacia saltar las lágrimas. En sus labios el dialecto muisca, su lengua nativa, sonaba dulce y melodioso, conmovía el corazón”.
Contaban los indios que era una princesa muy hermosa, viuda de un afamado guerrero, el Cacique Murachí, a quien había prometido vivir escondida mientras hubiese extranjeros en sus nativas Sierras.
La historia de Don Juan de Milla
Otra historia relata que un día Don Juan de Milla se topó con la tumba del Cacique Murachí y la choza desierta. Por la abertura de las montañas oyó el canto de Tibisay a lo lejos y lo siguió. Logró verla en su traje indígena, el rico plumaje, vistosa manta y collares de oro. “Fascinado por esa visión y dominado por un sentimiento indescriptible, mezcla de terror y encanto, Don Juan sintió que el rayo de aquella mirada melancólica y salvaje le había herido el corazón”.
La impresión fue tal, que pidió esa tierra como lote de conquista. Sin embargo, fiel a la promesa que hizo a su amado Cacique Murachí, Tibisay no se ofreció a sus ojos en ningún paraje. Solo se escuchaba su canto triste y monótono a lo lejos. Don Juan inició la construcción de una casa en ese lugar, pero cuando los cimientos estaban echados, una lluvia torrencial y la crecida de las aguas del apacible río arrasaron con todo.
El español que se había resguardado, con su servidumbre en un estribo de los cerros, escuchó una voz conmovedora que entonaba un canto afligido y suplicante en una lengua extraña para él. Los indios aseguraron, sobrecogidos, que era ella, la Hechicera.
¡Ay, Murachí, el amado de mi corazón! Las aguas han tronchado las flores que crecían en tu tumba y pasado sobre tus huesos queridos; pero alégrate, esposo mío, porque el extranjero no gozará ya más del abrigo de tu choza ni sus caballos pastarán en tu labranza…
Desde lo alto sonaron tres gritos agudos que hirieron el corazón de Don Juan de Milla. La Hechicera había desaparecido. El hombre se alejó del valle al amanecer seguro de que habitarlo era una temeridad. Como evocación de lo sucedido, los españoles dieron el nombre de Milla al río. Quedó en la creencia popular que en ese lugar existe un encantamiento sobrenatural.
Las lágrimas de Tibisay
Existe la creencia de que Tibisay murió de dolor o de hambre, probablemente en el fondo de algún barranco. Sin embargo, el espíritu de la joven belleza indígena, de La Hechicera que perdió a su amor, sigue viviendo en esos paisajes.
Hay un lugar en el que los ríos Milla y Albarregas discurren juntos. Allí, las montañas brindan dos aberturas, separadas por una corta distancia, por donde se precipitan tomando cañadas distintas que se juntan de nuevo, confundiéndose en uno solo. Esto, aseguran, simboliza la unión entre la india Tibisay y el Cacique Murachí.
Luego las aguas vuelven a separarse y atraviesan la ciudad de Mérida. Cuentan que las aguas del río Milla son las lágrimas de Tibisay por su amado.
¿Quién fue el Cacique Murachí?
Murachí, bravo cacique de los Mucutíes, habitó en la Vega de Mucujún, un paraje de difícil acceso en las montañas la Sierra Nevada cerca del río Chama, denominado Murrupuy.
Este pueblo cosechaba algodón, con el que tejían mantas y ruanas para protegerse del frío y se dedicaban a la elaboración de otras artesanías. Se cree que tenían minas de oro en Acequías y Aricagua.
El Cacique Murachí protegió a su gente, como un celoso guerrero, de las tropas de Juan de Maldonado, fundador de Mérida en 1559. Se casó con una hija del Cacique de Las Vegas del Mucujún: la princesa Tibisay.
El Dios Sol, al que llamaban Ches, predijo a través del piache la llegada del extranjero con malos augurios para los indígenas. Pero Murachí no se doblegó y enfrentó con toda su fuerza al invasor. El guerrero comprendió que su amada corría un grave peligro, principalmente por su belleza, por lo que la envió a un lugar apartado y secreto. El Cacique Murachí entregó su vida en 1560 luchando contra los conquistadores.
El legado de los caciques
Resulta imposible hablar de la historia de nuestro país sin reconocer la importancia de los pueblos indígenas, su legado y contribución a lo afirmativo venezolano. En el periodo de la colonización, fueron los caciques quienes asumieron un rol protagónico en la defensa de sus costumbres, creencias, tradiciones y su ambiente.
La palabra cacique es un vocablo de origen taíno, lengua de filiación Arawak, que se incorporó al léxico español para designar al individuo que representaba la autoridad en una comunidad indígena.
Destacan entre varios de ellos, los caciques Cacique Guaicaipuro, Carapaica, Paramaconi, Terepaima, Chacao, Pariata, Maiquetía, Tamanaco, Pariaguán, Manaure, Maracaybo, Sorocaima, Naiguatá, Cayaurima, Yare, Paramacay, Maracay, Tiuna y, por supuesto, el aguerrido Cacique Murachí, jefe de los mocotíes de Mérida.
Con información de Zoológico de Mérida, Cenditel, Aborígenes: olvidados de la historia de Venezuela y Hechos criollos.
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