Entre los diferentes camposantos que ha tenido Caracas, hubo uno con una efímera historia: el Cementerio de los Hijos de Dios, ubicado muy cerca de La Pastora, al norte de la ciudad colonial, subiendo por la Sabana del Blanco y en las inmediaciones de la actual avenida Baralt.
Su origen responde al planteamiento de albergar en él los muertos por la epidemia de peste de mediados del siglo XIX, los cuales estaban siendo enterrados precariamente en la zona. La ceremonia de inauguración y bendición ocurrió el primero de noviembre de 1856, en presencia de varias autoridades, incluyendo a su diseñador, el ingeniero Olegario Meneses, y del Arzobispo de Caracas.
Poco después, en 1877, fue cerrado y sustituido por el monumental Cementerio General del Sur, ubicado en las afueras de la ciudad, al final de una majestuosa avenida de acceso, como parte de los planes de Antonio Guzmán Blanco de hacer de Caracas una metrópoli a la usanza europea.
A pesar de su corto periodo de funcionamiento, este cementerio sería recordado por muchos años, quizás por su poética y triste imagen, rodeado de bellos cipreses a las faldas del Waraira Repano, que inspiró a pintores y creadores quienes dejaron hermosas improntas que lo mantienen para siempre en la memoria de la capital.
La breve vida de Los Hijos de Dios
Relata el cronista Enrique Bernardo Nuñez que a mediados del siglo XIX el cólera invadió Venezuela trayendo muchas víctimas. Solo en Caracas el número de decesos pasó de 2000 en 1855. Los muertos eran enterrados en una zanja detrás del cementerio del norte, o de San Simón. Sin embargo, el mal estado de los cementerios caraqueños llevó a concebir un proyecto de construcción de un nuevo camposanto más hacia el centro.
Don Mariano Briceño narró la historia en el Diario de Avisos destacando la rapidez con la que se reunió el capital y se superaron las dificultades. Inicialmente se pensó en los solares del Hospital Militar, adyacentes al Cuartel San Carlos, pero estudios demostraron que sus vertientes se dirigían al río Catuche que surtía de agua a la ciudad, por lo que no era adecuado. Se eligió entonces la vistosa planicie a las faldas del Ávila, que ya desde entonces tenía una admirable perspectiva del Valle de Caracas.
Los planes fueron trazados por Olegario Meneses, y las obras estuvieron a cargo de Mariano Muro. El 2 de noviembre de 1855 fue colocada la primera piedra y junto a ella un envase de cristal con documentos relativos a la obra. En el plano de Caracas de 1856 aparece el nuevo cementerio con el nombre de Los Hijos de Dios. En su momento fue el más importante de la ciudad pues se ajustaba a las necesidades de una creciente ciudad.
Se utilizó hasta el año 1876 cuando fue clausurado al habilitarse el Cementerio General del Sur, posteriormente, durante la presidencia de Linares Alcántara, fue habilitado por dos años más, tras los cuales comenzaría su decadencia, hasta que fue arrasado por completo en 1951 para levantar la urbanización Diego de Losada, edificios de apartamentos para familias de modestos ingresos.
Triste y poética estampa
Quienes pudieron verlo, recuerdan al Cementerio de los Hijos de Dios como un lugar hermoso, pero en muy mal estado. Como varios camposantos que aún pueden verse en algunas poblaciones del país, lo rodeaba un austero muro, con una gran entrada en arco, cerrada por una pesada reja de hierro cubierta de moho.
Estaba conformado por tres ruinosos patios con el majestuoso Waraira Repano de fondo, y fuertes paredones con bóvedas circulares que ejercían la función de nichos y columbarios. Además, tenía tumbas irregularmente alineadas, con oxidadas cruces metálicas junto a otras de madera podrida, acompañadas por cipreses de aspecto poéticamente lúgubre.
Incluso afirman que llegaban a verse algunas osamentas al descubierto.
Ilustres ocupantes y visitantes
Al ser en su momento el cementerio más importante de la ciudad, se sepultaron en él ilustres personalidades y varios próceres de la independencia.
Carmen Clemente Travieso, en un artículo publicado en El Heraldo en 1948, refiere que entre sus inquilinos estuvieron ilustres caraqueños como: el escritor y periodista Juan Vicente González, Antonio Muñoz Tébar, Francisco Riera Aguinagalde, el General Miguel Arismendi, el Doctor Tomás Aguerrevere. Además de los próceres de la independencia: General José de Austria, Doctor Manuel Cala y Pedro Villapol, así como el General Esteban Herrera Toro, junto con parte de la familia del Marqués del Toro.
En ruinas, pero hermoso y apacible, el Cementerio de los Hijos de Dios fue por un tiempo inspiración para pintores y fotógrafos a finales del Siglo XIX y comienzos del XX. Así, fue frecuentemente visitado e inmortalizado por pintores como el ruso Nicolás Ferdinandov, Manuel Cabré, Pedro Ángel González, Rafael Ramón González y Armando Lira, además de ser admirablemente fotografiado por Alfredo Boulton.
En palabras del propio Boulton: “Era un sitio extraordinariamente bello. Cipreses centenarios, ceibas, caobos, tibias, fémures y calaveras (…) En 1951 fue arrasado y los bellos árboles desaparecieron. Nunca nadie se ocupó de preservar la belleza de esas ruinas y nadie puede imaginarse que un cementerio fuese un lugar tan bello. Entonces no teníamos de la muerte esa sensación tan apocalíptica”.
La paz de los sepulcros
En los planes de reestructuración urbana de Caracas trazados a finales de los años 1940 ya se pensaba sustituir el cementerio por un desarrollo habitacional. Pero, mover un camposanto no es tarea sencilla. En 1951 se les solicitó a los deudos que aún tenían parientes en Los Hijos de Dios que los reubicaran. Los cadáveres sin reclamar serían dispuestos en osarios. El más famoso de ellos, conocido como La Peste, existía ya durante la epidemia de gripe española de 1918 en el Cementerio General del Sur.
Antes de su demolición, se alzaron distintas voces en defensa del camposanto como las de Carmen Clemente Travieso quien destacó la existencia en aquella época de suficiente terreno disponible y sin construcciones en la creciente ciudad, por lo que el cementerio pudiera conservarse como testigo de la historia.
“Es doloroso que los muertos sean desalojados para dar cabida a los vivos, como si Venezuela no fuera una gran extensión de tierra deshabitada, como si no existieran millares de kilómetros que demandan, por Dios, que sean habitados. Dejen a los muertos en la paz de sus sepulcros”, señaló.
Sin embargo, a principios de la década de 1950 el Cementerio de los Hijos de Dios fue definitivamente derrumbado para dar espacio a un conjunto de edificaciones obreras que ahora son llamados “Los Hijos de Dios”. Se perdieron así los restos de muchos venezolanos notables, entre ellos los de Don Juan Vicente González.
Con información de Fundación Arquitectura y Ciudad, Cámara de Caracas, Un Minuto con las Artes, Caracas en Retrospectiva y Contexturas
La Nomenclatura de Caracas, Rafael Valery. Ernesto Armitano Editor, Caracas, 1978.
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